Fueron Juan Pablo I y su sucesor, Juan Pablo II, quienes suprimieron oportuna e inteligentemente uno de los últimos vestigios del pasado que todavía el papado arrastraba
La ceremonia de Coronación del nuevo Papa, que es como se llama a la misa con la que Benedicto XVI inicia oficialmente su pontificado, no es propiamente una coronación. Sin embargo, sí fue una tradición antiquísima que se remonta hasta los inicios del cristianismo, atraviesa desafiante varios siglos de historia y llega hasta Pablo VI, el último Papa coronado de nuestro tiempo, en pleno siglo XX. El largo pontificado de Juan Pablo II ha hecho olvidar a muchos los ritos antiquísimos a los que él y su predecesor renunciaron o eliminaron empeñados en modernizar a la Iglesia.
Los inicios
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En el siglo V de nuestra, un poeta romano había escrito: "De lo que era antes un mundo, apenas queda una ciudad". Esa ciudad era Roma y estaba por entrar a la última etapa dorada de su fabulosa historia en que se convertiría en el núcleo de una nueva religión, el cristianismo, y los grandes representantes de ella, los Papas, los nuevos amos y señores.
Durante el siglo II, la Iglesia había incorporado los elementos de la organización eclesiástica de la antigua religión imperial; en el III edificó la estructura intelectual y filosófica que le serviría de sustento para los siglos venideros y en el IV, especialmente en la segunda mitad del siglo, definió el carácter que la acompañaría para siempre: comenzó a pensar y actuar como una Iglesia oficial. Para conseguirlo, derrotar al paganismo fue su primera meta y la segunda, presentarse como la verdadera y antigua religión del Imperio, lo cual no le fue difícil ya que Roma necesitaba de una religión de Estado que le diera unidad a un Imperio que ya empezaba a dar luces de su pronta desaparición. Cuando esto último ocurrió, el papado ocupó su lugar.
Atrás quedaba "la época de los milagros" en que el cristianismo y sus jefes, a diferencia de los apóstoles de Cristo, difundían el Evangelio con la ayuda de un poder sobrenatural emanado del propio Jesús. Sin la existencia de más milagros, ahora entraba a su etapa "imperial" en que nada nuevo había, todo la organización y ritos eran heredados de Roma. Una de estas herencias fue la ceremonia de coronación del nuevo "señor imperial".
Señores Coronados
El viejo rito de depositar una corona sobre la cabeza de un individuo e inmediatamente postrarse para venerarlo, mientras los presentes entonan una monótona serie de aclamaciones rituales, es genuinamente romano. Era el acto de investidura del Emperador y la inmediata ceremonia de homenaje, la aceptación de obediencia al nuevo señor. En esto no hay menor duda entre los historiadores. Lo verdaderamente interesante es el alcance del rito. La evolución de esta ceremonia y el significado exacto de ella han sido de una consecuencia enorme en la historia de Occidente y en la del papado mismo.
Es la época en que el Occidente cristiano empieza a formarse y la iglesia de Roma a liderarlo, a encabezarlo. Se imponía entonces la coronación del nuevo señor, del nuevo soberano. Aquí es donde tiene su partida de nacimiento la vieja tradición de denominar Príncipe de la Iglesia a los cardenales y a su señor, el Papa, Soberano de Roma. Pero, ¿reinaría sobre los demás señores? ¿alcanzaba su poder más allá de lo puramente terrenal y eclesiástico?
La historia universal nos ha dado las respuestas a estas preguntas. Al menos hasta el siglo XIX, en que el poder de los estados pontificios declina indefectiblemente, y no se recuperará, precisamente, hasta Juan Pablo II, quien fortalecerá el catolicismo tradicional romano, restaurará la incuestionable autoridad papal y emprenderá las reformas que le han merecido el nombre con el cual ha pasado a la historia: El Magno.
Evolución
Como gesto esencialmente político antes que ritual, la coronación del nuevo señor hubo de pasar por una serie de evoluciones que respondían cada una a las tensiones políticas y doctrinarias de sus respectivas épocas, a las cuales no fue ajena el papado. No obstante, conviene anotar que es sólo a partir del siglo VII en que el rito se vuelve formal y religioso al coronarse emperadores y reyes en una iglesia y posteriormente en una catedral y de manos del propio Papa o de un obispo.
A ello hay que sumarle las diferentes transformaciones que sufrió al agregarle elementos visigóticos, célticos y hasta ingleses. No olvidemos el gesto de Napoleón: le retiró de las manos la corona de emperador al Papa para ceñirsela él mismo, mensaje inequívoco de que era él quien la había conseguido y no la divina providencia. En adelante, cualquier coronación que realice un Papa será meramente simbólica.
Sin embargo, es el rito inglés el que ha permanecido hasta ahora, por razones obvias, y al que debe en gran parte el ritual apostólico-romano con sus elementos de unción con aceite, ceñirle un báculo (espada), colocarle una estola y el pallium o capote, la colocación del anillo y el recibir el homenaje de sus cardenales (nobles).
Desaparición
Contra este último rezago de un paganismo irrefutablemente anacrónico, Juan Pablo I fue el primero en rebelarse al renunciar a la utilización de la Tiara o corona pontificia, así como a la silla gestatoria. Su sucesor, Juan Pablo II, lo emuló en lo mismo y fue más allá aboliéndola por completo al rechazar la ceremonia de homenaje (arrodillarse ante él) de parte de los cardenales que lo habían elegido y reemplazarla por un abrazo. Hoy sabremos si Benedicto XVI seguirá esta misma senda o retrocederá hasta 1963, en que Pablo VI se coronó, recibió el homenaje de los cardenales arrodillados ante él y fue paseado ostentosamente en andas por la Plaza de San Pedro.











